martes, 22 de diciembre de 2009

BITÁCORA DE NAVEGACIÓN REGRESIVA

DÍA SIETE

(Aquí se está bien, en la burbuja de la ficción, donde no existe carne por dónde derramarse. Voy tras de ti, Ulises, envuelta en los halos vaporosos de mis palabras.)

La fiebre comienza a menguar, mengua también el espíritu de la memoria; y comienzo a recordar el futuro. Soy, entonces, el Primer Admirante de la embarcación que transporta nuestros frágiles cuerpos. Soy machín y voy para cínico. El costado ardiente por la herida; aun así, me levanto y ando, al tercer día me levanto y subo a cubierta.
El sol en radiación clarísima deja ver, nítidos y firmes, los colores del paisaje: rocas vivas, guardianas petrificadas de la isla de los Efebos; nos aproximamos sin remedio a la tierra fatal, es tarde ya para volver: tras de nosotros se cierran las rocas, son los cuerpos pétreos de quienes quisieron echarse atrás; así que ellos forman una cerca rocosa, tras la estela de la embarcación, y nos acosan. Imposible retroceder ahora.
Al timón continúa, imperturbable, la Infanta U. Con una mano guía el timón, con la otra recoge grácil su crinolina de rasos y satines.
Me he puesto mi levita nueva, de negro terciopelo, para hacer honor al vacío de sangre. Negro como mi condición de pirata maldito, asesino de inocencias. Ruge la ausencia de mis líquidos vitales al abrirse paso por los túneles vacíos de mis arterias. Mi piel se eriza y no sé la causa. Me desconozco. Desconozco mi paradero, como desconozco la conmiseración y la justicia. Prescinde el filo de mi espada a cualquiera que ose su deseo herir de nuevo la pulcritud de mi confianza. No se me pongan enfrente ahorita, porque me los tuerzo, antes de averiguar nada; no quiero saber nada, que nadie me diga nada… No hay consuelo posible para la ennegrecida carne de mi corazón sin luz: mueran todos los cobardes, incluido yo, que sacrifico a sangre fría, que nadie me interesa, que nada me consuela…
Que ninguno de esos Efebitos se crea que por hermoso habré de tolerar sus embustes. No tengo sangre en las venas; por la herida se ha escurrido toda sustancia posible en este cuerpo que ya no oculta juramentos, pero tampoco injurias.
Las rocas vivas, azabache, se contorsionan para tentarnos con su brillo afilado, restriegan con sus insinuaciones pérfidas, quieren debilitar mis últimas fuerzas, menguar el ánimo de la tripulación… Se ríen de mí, de nos-otros. Se burlan de mí, de mis-otros. Me echan en cara la insensatez de mis actos, la torpeza de mis intenciones, y que Ulises no existe, que nunca existió un hombre así, que Ulises es todos los hombres, ningún hombre, que es Nadie, que Ulises es Nadie y que nunca estuvo conmigo en ninguna playa, acariciando mis labios con la cadencia de sus entonaciones; que Nadie aguarda por mí con ningún fuego encendido. Y me confunden; sus injurias se proyectan en recuerdos que no recuerdo haber vivido. Y me atormentan, me arrojan el vómito del tiempo y dicen que Ulises no existe, que es una ficción, un mito, que Ulises es todos los hombres, ningún hombre, y que deje de buscarlo, que deje de seguir la estela brillantina del instante de la flama, de la estela trunca del ave sobre la mar… Si alguna vez tuve lágrima, ahora habrían de correr por dentro, pero son gránulos de sal los que se despeñan entre mis venas áridas. Hace frío, pese al rayo cristalino del sol. Hace mucho frío aquí dentro.


Nave Nodriza atraca cerca de la playa; un oleaje suave recibe nuestra visita. La tripulación desembarca en lanchas; cautas nos aproximamos a la isla del pecado. Un sol nítido abre las pupilas a un paisaje verde; muy apenas mecido el follaje por la brisa tibia.
De´Lira es primero en poner pie, yo segundo. La arena desértica fluye por mi herida, se confunde con la brillante arena de la playa; una orla suave de mar se lleva el montoncito de mis entrañas, granuladas y frías, resecas; desarma la mar el montoncito de polvo de mí, suavemente, con su humedad, lo abraza para conducirlo mar adentro, dispersarlo, llevarlo hacia esos lugares donde yo nunca estaré.
Escuchamos ahora el relincho de un corcel y, enseguida, los redobles inconfundibles de risas masculinas. Por un costado de la bahía viene el tropel. Aun de lejos, brilla la piel desnuda de los jóvenes varones. Vienen a trote medio, con las cabelleras abiertas a la caricia de la velocidad y el viento, enredadas en el subir y bajar, subir y bajar, subir y bajar de sus caderas al conducir el paso fervoroso de la bestia.
Lady I suspira, busca ya, precavida como es, los pañuelos blancos en su bolso de mano; practica ya, ahora, a dejar caer los blanquísimos bordados, como no queriendo, grácil, estudiada, finísima.
Se distinguen ya, acá, las ondulaciones de los cabellos largos y rizados de los hombres, ondeando como banderas terribles, con brillos de relámpago, igual que iridiscentes lenguas de fuego, ágiles serpientes de cobre y rayo de sol.
La Condesa L afina su laúd encantador de ratas, muy apenas; y ahora ha encontrado una gran roca donde se asienta sin prisa, recogiendo su larga cabellera, como una gran valquiria lunar, marina, henchida igual que montaña, como una gran ola de mar.
Es posible ver ahora las facciones afiladas, los pliegues del músculo en el vientre de los Efebos al galope, su piel firme, curtida de sal, deseosa de sol, ardiente de andar, ansiosa de amar, la piel, por supuesto dorada y húmedo atardecer.
La Infanta U apresta sus huestes de animales míticos, prepara hierbas y piedras mágicas para defenderse; la Duquesa D se oculta tras las rocas, salvaguarda las provisiones, prevé las salidas, busca las posibilidades…
De´Lira delira, recoge su enagua y comienza la carrera al encuentro de los jóvenes gallardos. Tengo que taclear a mi Capitán antes de que llegue a últimas consecuencias su delirio de chica frágil; pero ellos ya están aquí, rodeándonos con el alboroto de sus caballos, amedrentándonos con el tintineo de sus risas de hombre en celo.
Un joven, de rasgos finos, nariz afilada, cuerpo esbelto, se apea; le clava una mirada profunda a la doncella De´Lira; De´Lira cierra los ojos, se desmaya, como compete proceder a una chica en apuros; y queda su cuerpo grácil sobre la arena, ya veo a tres acercarse a ella…
Lady I arroja pañuelos con polvos de brillantina; corre por la playa dejando caer blancos pañuelos perfumados con polvos de ilusión; algunos Efebos caen en la trampa, se entretienen persiguiendo los trapitos que revuelan al viento, por toda la playa, como traviesas, aunque frágiles, mariposas.
La Condesa L entona melodías y cantos de amores heroicos, embelesa a otros tantos hermosos, con sus notas y versos de antiguas hazañas, los confunde con la belleza inaudita de sus tan increíbles voces de románticos encuentros de amor y pasión.
Y yo, sin sangre en las venas, desenvaino espada con las últimas fuerzas que me restan. Pongo mi resto, como quien dice. Pero ya uno de ellos baja del caballo, cerca de mí, me mira con su sonrisa impúdicamente relajada, sus ojos brillantes, también risueños; doy un paso atrás, él extiende sus brazos fuertes, me ofrece un coco con ginebra, sonríe más lindo aún…
Y ya no es posible hacer más. El mejor modo, el único modo de vender la tentación, es cayendo en ella, y pagando, claro, luego, cuando el instante fenece, pagando, decía, y casi es mi último pensamiento, pagando en carne las dádivas del tan divino pecado de la tentación…

Sin razón aparente.
Primer Admirante de nave Nodriza.
Soy Pirata, y cojo.

5 comentarios:

Pé de J. Pauner dijo...

¿Dónde estás, Dama que esculpe el aire? ¿dónde, tú que avanzas en cenizas suspedidad en el vacío? ¿sobre qué países de la geografía de lo imposible te regodeas...? ¿Te has olvidado del Minotauro?

Carla Patricia Quintanar dijo...

VUESTRA CONTESTACIÓN...

Unknown dijo...

Sólo sé que te vi una vez y que te recuerdo sin saber, más allá de tu belleza, por qué.

Leonel B. Robles dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Leonel B. Robles dijo...

Hola, Paty, un gusto leerte.
Leonel Robles