martes, 29 de diciembre de 2009

BITÁCORA DE NAVEGACIÓN REGRESIVA









DÍA OCHO

HOY nada más tengo ganas de hablar del delirio, de tantos días metida en esta isla abominable, rodeada de jóvenes musculosos, que juguetean entre las olas, corren por la playa, caminan despacio, por la tarde, con sus herramientas a cuestas. Qué visión escalofriante la de su piel dorada y dura de faenas en el huerto, la pesca, trepados en los árboles colectando frutos. Quién puede, realmente, oh Ulises, oh Sultán, oh caballero de triste figura, quién puede, en verdad, bien habéis pre-dicho, sustraerse a las bellas caricias de las manos rudas y vigorosas. Oh, Ulises, amor mío, cuánto más y más comprendo tu sufrimiento al marcharte tras tu sueño dorado, tras los largos cabellos neón de las tentadoras Sirenitas de voz aduladora. Ulises, mi Ulises, cuánto sufrimiento el que ahora constato, víctima yo de la belleza terrible de los más nítidos encantos juveniles, los de la carne, los que el cuerpo impone a la necesidad brutal de partir en pos de tu imagen (y dejarte libre, navegante, tripulante de tus propios designios), Ulises, como una vez tú te fuiste (dejándome libre, navegante, tripulante de mis propios designios), siguiendo la ruta del cáliz sagrado, el sueño divino, la dirección de los dioses, el sentido divino.

Ya no sé, tampoco debe de saberlo la tripulación, cuántos días llevamos perdidas en los caprichos de los hombres, en la perfidia de sus palabras de dulce ronroneo, en la abundancia de sus besos lustrosos. Y resuenan en nos las voces de la tormenta: Ulises no existe, ninguno es Ulises, todos son Ulises… Oh, dioses, tened compasión de éstas, vuestras humildes seguidoras, pues es a vuestra voz en llamado que hemos acudido a la mar, en cruzada por la encomendada empresa más profunda, la empresa de amar (al-mar, a-mar)… ¿Cómo habremos de salir de aquí? ¿Es acaso que nuestros días han concluido, azoradas por uno y otro, embestidas por este y por aquel, acosadas de bellezas miles, de brazos que se enredan, piernas que buscan posición, tacto, entraña penetrada de lujurias y sudor…

Ya nadie sabe contar cuántos son, cuántos días, cuántos hombres cuentan para esta cuenta, que no es un cuento. Pero Nadie cuenta, Nadie narra, y llega la imagen vaga de Ulises, aguardando con el hogar encendido; pero nadie ahora es capaz de creer fielmente en ella, la imagen del éter, si aquí enfrente se encuentran encarnados los más exquisitos deleites de la piel dorada, la firmeza de sus quejidos, el calor de su aliento en la piel, por los labios, entre los pliegues de cada uno de los sentidos, derramados en suaves líquidos acidulados.

Si tenemos los sentidos, aquí, ahora, quién necesita ya de ningún sentimiento; cualquier capricho es cometido y saciado por la fuerza viril de los Efebos, sus cabellos largos, sudorosos; sus cuerpos duros y lubricados, donde el rostro de cualquiera de nosotras pierde la dimensión del olfato; y sus cadencias, vive Dios, ni hablar de sus cadencias, las de ellos, las que ejecuta nuestro olfato… Cuántas posibilidades pueden hallar para amansar las furias de este nuestro amor, el que alguna vez fue profundidad marina en mar abierto, y ya sólo queda, en la superficie, a la orilla salva y sana, el oleaje eufórico del placer…

Primero es la desdicha del placer puro, en bruto, penetrando en cada golpe la razón; luego es la dulzura del placer puro, en bruto, penetrando con su hierro los lindes de ningún sueño, así nada más, re-signadas al tacto de uno, la palabra dichosa del otro, la bravura del siguiente, la pintoresca mirada de aquel. Nunca nadie pensó que pudiera ser cierto, que pudiera ser sólo esto y nada más: la carne, la piel, la delicadeza del placer sin las voracidades del amor. Y qué bien se está aquí, ¿no es cierto? Libre de lazos, a rienda suelta, como se dice, las cabalgatas sin tiento del frenesí sagrado, la entrega a nuestras naturalezas sin freno, desbocadas, sin sentido, que es lo mismo que decir, sin razón, sin sueño, sin más vapores que los del aliento abriendo boquetes al tacto, los aromas fuertes en el jadeo encendido, horadando la entraña, empujando, abriéndose paso el instinto, y sólo eso, el placer puro, etéreo, sin las incómodas anatomías del amor.

Vaya una a saber cuánto tiempo llevamos aquí, o si podremos en verdad volver a la mar para seguir la ruta que alguna vez creímos verdad, imposible pero cierta, la única que podía deparar la paz para nuestros espíritus abiertos en posición de amor; o así pensamos entonces. Pero hoy, cuando al fin he conseguido deletrear unos trazos, lo único que quiero es hablar sobre el delirio, lanzarlo por el acantilado, hacia la mar, que se estrelle contra la roca y salte en mil astillas diminutas y al fin se pierda entre la marea desconocida…

No sé cuántos días llevamos aquí, he perdido de vista a la tripulación, luego que nos enfrascamos en la primera batalla, cuerpo a cuerpo con los Efebos, a orillas del mar. Por ahí, a veces creo escuchar la risa satisfecha de alguna, los cantos de fiesta en júbilo de la otra… Defendí con mi cuerpo el honor de mis doncellas, es cierto; si al salir yo de mi sopor, luego de mi herida mortal, he hallado a la tripulación transformada en prístinas y virginales damitas, no iba yo a permitir que esos hombres las acosaran, primero habrían de pasar sobre mi cuerpo… Pero no he sabido si han logrado escapar, o si se hallan también presas de los deleites sin razón que prodigan los jóvenes mancebos. Oh, Ulises; cuán dura fue tu prueba, lo sé ahora, aquí sola, con mi cuerpo en batalla tras batalla por alcanzar tu olvido. Y quién sabe si son ellas, o si lograron escapar a la mar y ahora están allá, en Lugar Común, despertando cálidos sus cuerpos a la faena del íntimo encuentro cotidiano con Ulises; ojalá, así sea… Porque yo permanezco sumergida en mis propios caldos, en el jugo empalagoso de la belleza de ellos, los Efebos, los hombres, cuántos hombres en su jugo, dispuestos siempre al capricho del placer, la carne, el instinto.

Las he perdido, no he logrado salvar a la tripulación, y no veo forma de que el ánima quiera sustraerse del delirio, no veo forma… Que Isis se apiade de nuestra carne, destazada entre los subterfugios desgarradores, a manos de nuestros pérfidos aullidos de lobas de mar en celo; desperdigada nuestra alma a lo largo del río, para ser perdida por el trafalgar de la intemperie. Y esta herida, que no para de manar.

A veces, en el rocío iridiscente del entresueño, creo escuchar el pensamiento lejano de un ánima; escucho sus pezuñas al rechinar contra el suelo, cuando anda cabalgando entre los pasillos de su laberinto. ¿Qué clase de minotauro eres, oh, ánima? ¿Por qué de nuevo intentas confundirme con las ingratas voces de un futuro sin pasado, es decir, con los gritos desgarradores de nuestro imposible presente? Sois voraz, os lo digo, y os aprovecháis de que me hallo en este nuevo delirio para presentaros en forma de mítico animal. Habéis dicho antes que erais de luz, pero el banquete vuestro, allá en Minos, consta también de jóvenes mancebos, de virginales doncellas. ¿O acaso estáis aún esperando por vuestra Ariadna? ¿También a ella queréis devorarla? ¿O p referís que sea el amante de ella quién os de fin, oh ánima sin tiempo?

¿Vais a decirme que hay un Ulises aguardando por mí, con la fogata encendida y la entrega en fresco ramillete prendido de sus manos? ¿Con cuál palabra vais a sostener semejante dicho? Vos conocéis de cuáles carnalidades os hablo cuando digo que sí, que acepto haber caído de las profundidades para venir a estrellarme en la superficie más vana de mis arrebatos. Es que duele, duele la herida, y vienen estos Efebos a lamerla igual que hace, por supuesto, la ola salada con la arena reseca. Eso hacen: lamen la herida. La untan con la sal y los ungüentos de sus propias entrañas. No me pidáis que salga de esta isla, a menos que podáis recitarme el abratesésamo, conjugarme las abracadabras, a menos que podías darme las palabras mágicas para sacarme del deleite, del delirio del deleite… Cómo me pedías que vuelva a la mar profunda, en busca de un mito, a sufrir las inclemencias del sol, la rudeza de las tormentas, el martirio de las jornadas en ruda faena por llevar el barco hacia Ninguna Parte, por tierras inhóspitas, arriesgando la vida en el enfrentamiento con los más temibles monstruos, desafiando a los dioses…

No veo cómo, oh ánima del laberinto del tiempo; no veo cómo habré de librarme de mis propios deseos, no veo cómo podría despojarme yo de esta piel, de este cuerpo, para dejarlos aquí y seguir mi ruta hacia Dónde Sea… Y, además, he perdido a mi tripulación…

¿Tenéis en verdad palabra que resista al filo agudo de vuestros propios actos? ¿Poséis realmente el ritmo de mandala que no sucumba al filo grave de la espada mortal de mis instintos?

Primer Admirante de Nave Nodriza
Pirata y Cojo

(imagen de: http://trazosenelbloc.blogspot.com/2007_10_01_archive.html)

martes, 22 de diciembre de 2009

BITÁCORA DE NAVEGACIÓN REGRESIVA

DÍA SIETE

(Aquí se está bien, en la burbuja de la ficción, donde no existe carne por dónde derramarse. Voy tras de ti, Ulises, envuelta en los halos vaporosos de mis palabras.)

La fiebre comienza a menguar, mengua también el espíritu de la memoria; y comienzo a recordar el futuro. Soy, entonces, el Primer Admirante de la embarcación que transporta nuestros frágiles cuerpos. Soy machín y voy para cínico. El costado ardiente por la herida; aun así, me levanto y ando, al tercer día me levanto y subo a cubierta.
El sol en radiación clarísima deja ver, nítidos y firmes, los colores del paisaje: rocas vivas, guardianas petrificadas de la isla de los Efebos; nos aproximamos sin remedio a la tierra fatal, es tarde ya para volver: tras de nosotros se cierran las rocas, son los cuerpos pétreos de quienes quisieron echarse atrás; así que ellos forman una cerca rocosa, tras la estela de la embarcación, y nos acosan. Imposible retroceder ahora.
Al timón continúa, imperturbable, la Infanta U. Con una mano guía el timón, con la otra recoge grácil su crinolina de rasos y satines.
Me he puesto mi levita nueva, de negro terciopelo, para hacer honor al vacío de sangre. Negro como mi condición de pirata maldito, asesino de inocencias. Ruge la ausencia de mis líquidos vitales al abrirse paso por los túneles vacíos de mis arterias. Mi piel se eriza y no sé la causa. Me desconozco. Desconozco mi paradero, como desconozco la conmiseración y la justicia. Prescinde el filo de mi espada a cualquiera que ose su deseo herir de nuevo la pulcritud de mi confianza. No se me pongan enfrente ahorita, porque me los tuerzo, antes de averiguar nada; no quiero saber nada, que nadie me diga nada… No hay consuelo posible para la ennegrecida carne de mi corazón sin luz: mueran todos los cobardes, incluido yo, que sacrifico a sangre fría, que nadie me interesa, que nada me consuela…
Que ninguno de esos Efebitos se crea que por hermoso habré de tolerar sus embustes. No tengo sangre en las venas; por la herida se ha escurrido toda sustancia posible en este cuerpo que ya no oculta juramentos, pero tampoco injurias.
Las rocas vivas, azabache, se contorsionan para tentarnos con su brillo afilado, restriegan con sus insinuaciones pérfidas, quieren debilitar mis últimas fuerzas, menguar el ánimo de la tripulación… Se ríen de mí, de nos-otros. Se burlan de mí, de mis-otros. Me echan en cara la insensatez de mis actos, la torpeza de mis intenciones, y que Ulises no existe, que nunca existió un hombre así, que Ulises es todos los hombres, ningún hombre, que es Nadie, que Ulises es Nadie y que nunca estuvo conmigo en ninguna playa, acariciando mis labios con la cadencia de sus entonaciones; que Nadie aguarda por mí con ningún fuego encendido. Y me confunden; sus injurias se proyectan en recuerdos que no recuerdo haber vivido. Y me atormentan, me arrojan el vómito del tiempo y dicen que Ulises no existe, que es una ficción, un mito, que Ulises es todos los hombres, ningún hombre, y que deje de buscarlo, que deje de seguir la estela brillantina del instante de la flama, de la estela trunca del ave sobre la mar… Si alguna vez tuve lágrima, ahora habrían de correr por dentro, pero son gránulos de sal los que se despeñan entre mis venas áridas. Hace frío, pese al rayo cristalino del sol. Hace mucho frío aquí dentro.


Nave Nodriza atraca cerca de la playa; un oleaje suave recibe nuestra visita. La tripulación desembarca en lanchas; cautas nos aproximamos a la isla del pecado. Un sol nítido abre las pupilas a un paisaje verde; muy apenas mecido el follaje por la brisa tibia.
De´Lira es primero en poner pie, yo segundo. La arena desértica fluye por mi herida, se confunde con la brillante arena de la playa; una orla suave de mar se lleva el montoncito de mis entrañas, granuladas y frías, resecas; desarma la mar el montoncito de polvo de mí, suavemente, con su humedad, lo abraza para conducirlo mar adentro, dispersarlo, llevarlo hacia esos lugares donde yo nunca estaré.
Escuchamos ahora el relincho de un corcel y, enseguida, los redobles inconfundibles de risas masculinas. Por un costado de la bahía viene el tropel. Aun de lejos, brilla la piel desnuda de los jóvenes varones. Vienen a trote medio, con las cabelleras abiertas a la caricia de la velocidad y el viento, enredadas en el subir y bajar, subir y bajar, subir y bajar de sus caderas al conducir el paso fervoroso de la bestia.
Lady I suspira, busca ya, precavida como es, los pañuelos blancos en su bolso de mano; practica ya, ahora, a dejar caer los blanquísimos bordados, como no queriendo, grácil, estudiada, finísima.
Se distinguen ya, acá, las ondulaciones de los cabellos largos y rizados de los hombres, ondeando como banderas terribles, con brillos de relámpago, igual que iridiscentes lenguas de fuego, ágiles serpientes de cobre y rayo de sol.
La Condesa L afina su laúd encantador de ratas, muy apenas; y ahora ha encontrado una gran roca donde se asienta sin prisa, recogiendo su larga cabellera, como una gran valquiria lunar, marina, henchida igual que montaña, como una gran ola de mar.
Es posible ver ahora las facciones afiladas, los pliegues del músculo en el vientre de los Efebos al galope, su piel firme, curtida de sal, deseosa de sol, ardiente de andar, ansiosa de amar, la piel, por supuesto dorada y húmedo atardecer.
La Infanta U apresta sus huestes de animales míticos, prepara hierbas y piedras mágicas para defenderse; la Duquesa D se oculta tras las rocas, salvaguarda las provisiones, prevé las salidas, busca las posibilidades…
De´Lira delira, recoge su enagua y comienza la carrera al encuentro de los jóvenes gallardos. Tengo que taclear a mi Capitán antes de que llegue a últimas consecuencias su delirio de chica frágil; pero ellos ya están aquí, rodeándonos con el alboroto de sus caballos, amedrentándonos con el tintineo de sus risas de hombre en celo.
Un joven, de rasgos finos, nariz afilada, cuerpo esbelto, se apea; le clava una mirada profunda a la doncella De´Lira; De´Lira cierra los ojos, se desmaya, como compete proceder a una chica en apuros; y queda su cuerpo grácil sobre la arena, ya veo a tres acercarse a ella…
Lady I arroja pañuelos con polvos de brillantina; corre por la playa dejando caer blancos pañuelos perfumados con polvos de ilusión; algunos Efebos caen en la trampa, se entretienen persiguiendo los trapitos que revuelan al viento, por toda la playa, como traviesas, aunque frágiles, mariposas.
La Condesa L entona melodías y cantos de amores heroicos, embelesa a otros tantos hermosos, con sus notas y versos de antiguas hazañas, los confunde con la belleza inaudita de sus tan increíbles voces de románticos encuentros de amor y pasión.
Y yo, sin sangre en las venas, desenvaino espada con las últimas fuerzas que me restan. Pongo mi resto, como quien dice. Pero ya uno de ellos baja del caballo, cerca de mí, me mira con su sonrisa impúdicamente relajada, sus ojos brillantes, también risueños; doy un paso atrás, él extiende sus brazos fuertes, me ofrece un coco con ginebra, sonríe más lindo aún…
Y ya no es posible hacer más. El mejor modo, el único modo de vender la tentación, es cayendo en ella, y pagando, claro, luego, cuando el instante fenece, pagando, decía, y casi es mi último pensamiento, pagando en carne las dádivas del tan divino pecado de la tentación…

Sin razón aparente.
Primer Admirante de nave Nodriza.
Soy Pirata, y cojo.