viernes, 22 de enero de 2010

BITÁCORA DE NAVEGACIÓN Y VUELO RETROSPECTIVO

A TRAVÉS DEL MAR ENROJECIDO

La noche enloquece junto conmigo, y yo no dejo rastro alguno; tampoco la noche. Es por la mañana siguiente cuando las ánimas lloran sobre los cuerpos inanimados de los muertos. Es la noche oscura de mi ánima, la noche que enloquece junto conmigo, y el dolor es inevitable, aunque se olvide enseguida, porque también el dolor es arrancado del recuerdo. Uno a uno, los recuerdos son devorados por las impunes bestias del olvido. No quedará vestigio, no quedará piedra sobre piedra ni temor alguno, ni esperanza suprema, ni cálido nicho de ilusiones. Quedará mi alma en blanco, cándida, inmaculada, libre de toda perturbación, y entonces iré por el mundo en busca de lo memorable, para integrarlo, y al fin construirme una memoria.

Pero ahora es el momento del dolor inevitable, cuando el timbre de una voz de hombre es arrancada de tajo de mis suspiros, y se extingue su resonancia como si fuera la voz del eco; su nombre de hombre huye entre los escombros de sus propias palabras, pero al fin es emboscado por una jauría de delirios, y queda despedazado su nombre, hecho jirones de ininteligible tinta ensangrentada; el sabor de su aliento sucumbe ahogado en la tormenta de incertidumbres; devora el ansia en parvada la entraña misma de su tacto, un tacto de hombre, vuelto trizas. El dolor, inevitable, aunque se extinga también su recuerdo en el acto mismo de existir el dolor, al ser arrancado, por ser arrancado, el dolor.

Ya tampoco hay dramatismo en mis plegarias, ya ni siquiera estoy haciendo oraciones. No encuentro consuelo, porque ya nada queda por consolar; no busco consuelo, pues nada hay por consolar. Todo es claro, todo se comprende, todo es tan nítido, que no es posible agregar consideraciones ni matices, reproches ni justificaciones. Ahora siento cómo se desprenden los reflejos de sus ojos al mirarme tan de cerca, en el abrazo más profundo, en medio de la multitud, mientras yo cantaba y el tocaba… El tocaba… Él… Quién es él…

Salgo a cubierta; afuera, una tempestad enrojecida azota los cielos. Vapores escarlata se deslizan en espiral, chocan entre sí los rojos enardecidos, y son mareas como de sangre las que suben y se estrellan y se hunden entre las espumas enrojecidas del cielo. La noche enloquece de dolor, junto conmigo, abandona la serena luz de su oscuridad azul, para dejar paso franco al ador de fuego de las pasiones, las humanas, las que latían en mi antigua sangre.

Y lloro, se me doblan las piernas de dolor, frente al espectáculo vivo de la enrojecida tormenta, y lloro, durante muchos días, hasta que mis lágrimas logran ser más que las bocanadas de rojo sangre escurriendo por mi cabello, empapando mi piel, penetrando mis orificios; lloro hasta que mi llanto es más profundo que el dolor y arrastra en su sal cristalina los vapores de sangre pegados a mi cuerpo, y borra mi llanto cualquier vestigio, y al fin se rinde la tormenta, que ya no puede atormentarme más, que ya no puede hacer llorar a nadie más como, ahora, yo requiero llorar frente al espectáculo terrible de mis entrañas en carne, arrancadas de mi propia circunstancia; lloro al mirar su nombre por última vez, una traza apenas, bailoteando sin sentido como una tira de papel desgastada, arrancado su nombre para siempre de la referencia para la entrega, y lloro por ese hecho inevitable, y por ello inevitable también el dolor en esta noche enrojecida de mi ánima. Miro a la última esperanza puesta en su aliento, destazada en el palo más alto de la embarcación, a punto de tornarse irreconocible, mientras el viento escarlata le arranca los últimos rasgos… Cómo no habría de llorar. De modo que lo hago, lloro durante muchos días, y al fin la tormenta amaina, cuando mi llanto es más profundo que el dolor mismo, y lava mi llanto los vapores de sangre que empapaban mi cuerpo, y es arrancado, aunque duela con el dolor profundo de saber que será lo último que duela, el dolor mismo, su recuerdo, su referencia… Y me encuentro ahora de pie sobre cubierta, mojado mi plumaje azul de metálica oscuridad, y destalla más así como estoy ahora, posicionada contra el resplandor de la noche, viéndome de lejos; destella más, en consecuencia de mi llanto, el húmedo pelaje de mis alas de noche antigua.

He debido cruzar ya el Mar Rojo, su enrojecida tormenta, porque no lo recuerdo, porque cuentan las crónicas que ahora leo y transcribo que si no lo recuerdo, es porque he debido pasar ya por el Mar Rojo, ente su tormenta enrojecida, donde todo recuerdo es arrancado, y por cuya transición he de llegar con el alma cándida a la tierra de Mi-nos, para devorar al Toro Sagrado y poder volar, volar hacia donde está Ulises, el que me dirá qué clase de bestia soy, hacia dónde he de partir…

(Oh, Ulises, ahora lo comprendo, amor, la ternura de tus intenciones al marcharte en pos de la tierra prometida…)

En blanco.
Extraño monstruo que soy.

miércoles, 6 de enero de 2010

BITÁCORA DE NAVEGACIÓN Y VUELO RETROSPECTIVO

DÍA ÚLTIMO: LA NOCHE MÁS PROFUNDA DEL ALMA
PERSONAJES: NINGUNO, NADIE Y UNA CUALQUIERA.







Traquetea un poco entre las olas, rechina al rayo de sol, pero Nave Nodriza avanza majestuosa en medio de un mar azul, de un cielo azul, de un sueño azul. Yo no diría que ninguna de Nos se halla particularmente convencida de nada, aprovechamos el momento de placidez, sin discutir nada por nadie, de nadie. Quién necesita el sentimiento si existe la sensación, quién necesita la sensación si existe la nada. No tengo sangre ni arena en las venas. Estoy vacía, al fin, hoy, ahora, en la palabra vacía. Caigo al vacío dentro de mí, caigo como Alicia por el agujero de gusano. Nada cae en el vacío dentro de mí, cae y cae la nada en sí, dentro de mí, al vacío, a la nada, nada.

Todo queda atrás, y no puedo volverme a mirar. Navegamos por el Mar Neutro, montañas y más montañas de sal líquida, azules como el cielo azul, en un sueño evidentemente azul. Azul de día, no así el azul de la nostalgia, pues no hay recuerdos en este lugar, y quien ose volver la vista atrás para querer mirar a los recuerdos quedarse atrás, se convierte en estatua de sal, en inamovible nostalgia, recuerdo perdido, que se queda atrás… Todo queda atrás, y no puedo volverme para mirar.

Nos dirigimos hacia la tierra de Minos, menester es, según dictan los tratados de quienes anteceden la hazaña, atravesar el Mar Neutro. Olvidarlo todo. Comenzar de nuevo.

He llegado, pues, a saber, oh, noble Ulises, que por este camino he de llegar a tus brazos: olvidándote. He tirado mis añoranzas por la borda, no cargo conmigo ningún placer: todos los sueños me fueron concedidos, toda la sensualidad me fue otorgada. Estoy colmada de vacío, de la nada que queda luego del cuerpo, después de la memoria, más allá de los instintos… Si vivir es sentir, ahora no-vivo. Si vivir es amar, ahora no-vivo. Soy un no-viviente, así, tranquilo, de cabeza en la percha del tiempo. Desperezo mis alas al calor del mediodía de esta noche luminosa de azul. De lejos, me miro como un ángel negro, tan negro que es azul de profundo metálico mi pelaje de oscuridad, resalta su iridiscencia negra contra el raso azul del cielo azul.

Me dirijo a Minos, a chupar la sangre del Toro Sagrado. Hace tanto tiempo que navego, que no recuerdo ya de dónde vengo, cuándo es que he nacido, en qué momento comenzó este apetito por la sangre caliente del Minotauro. Mi única memoria son los documentos de mis antiguos, consulto ahora sus epístolas y bitácoras, para saber, y recordarlo sólo al instante en que lo escribo, que alguna vez fui larva en capullo, envuelta en sedas fui protegida y cuidada por jóvenes mancebos, quienes alimentaban mi envoltura, saciaban los voraces apetitos de la larva de carne, carnívoro gusano que fui.

Una noche, simple y llanamente, rompí el capullo.

El cuerpo estalló sobre sí, y con él, estalló la memoria; la carne se dio la vuelta sobre sí, y ahí estaba yo, con mis alas poderosas alzándose en sus cinco metros.

Los destruí a todos, les desgarré las entrañas y los devoré uno por uno. Sólo así, dicen los documentos, se logra vencer los encantos de los Efebos: cayendo plenamente en ellos, dejando que el cuerpo sucumba hasta perder el alma y transformarse en depredador y acabar con ellos sin compasión alguna; y también acabar, al nacer, con todo vestigio del alma que nos llevó a caer en tan superflua luminosidad, en el vano subterfugio de la debilidad humana…

Y aquí navego, sola en medio de la noche azul de mediodía. Me dirijo a la tierra de Minos, ando rastreando a un tal Ulises, y por ello debo beber la sangre del Minotauro. No tengo sentimientos ni placeres, sólo me queda el instinto, y mi instinto es volar, y por ello debo beber la sangre del Toro Sagrado, y hallar a Ulises. Ulises me dirá cuál es mi naturaleza: qué clase de criatura soy, de dónde provengo y hacia dónde me dirijo.

Desperezo mis alas y, de lejos, me veo como una criatura maligna, recortada mi silueta negra contra el azul profundo de mediodía, de esta noche resplandeciente, cuando al fin observo el primer destello luminoso del futuro: Ir hacia Minos, beber la sangre de la bestia bipolar, recuperar así mi pulso: poseer la sangre del toro. Claro que, después de la sangre, tendría que buscarme un alma, y con ella, quizá, nacería en mí algún entusiasmo; pero ése es trabajo más complejo; un destello a la vez. Quizá Ulises pueda tener un conocimiento así.

El Mar Neutro es llano y plácido, unos tumbos apenas de nuestra Nave Nodriza al trastabillar entre las olas de sal líquida, azul, azul de mediodía, de instante luminoso, como es esta noche oscura donde navego hacia Mi-nos…

Suyos, siempre suyos.
Indefinido ser de tibias alas sin estrenar.