martes, 29 de julio de 2008

EPÍSTOLAS DE AMOR A LA DISTANCIA V

Apreciada Duquesa D.

Mi escrito debió ser de regocijo, pero no puedo dejar de sentirme profundamente desconcertada. Me impactan los malévolos rumores sucedidos en la corte la noche de ayer.

Parece, querida Duquesa, que la sombra de la desolación me persigue. Tal vez se trata del impuesto que debo pagar por recuperar mi alma: por más que lucho, los muertos me persiguen. Mis muertos. Los que fueron.

Una razón más que se hilvana a la trama por la cual he de emprender mi viaje al inframundo de la ficción. Y esta vez no puedo huir de mi destino. Querida Duquesa: he de lanzarme al abismo, tras el loco de la rosa; he de aceptar mi locura. Usted ya lo sabe: todo lo que toco se convierte en bruma. El ánima de Midas me posee.

En este momento de mi vida, no hay mayor lamento que encarnar su indignación, Duquesa. Yo sé. Yo he estado habitando los últimos meses en el oscuro reino de la indignación. Y pese al dolor, querida amiga, sigo pensando que quien ha de ser no tendrá reparo en mostrar su amor al mundo: en mostrar su amor al ser amado. Menos que eso es mera grosería; una burla a Dios. ¿Cómo puede un hombre horrorizarse del amor? ¿Acaso hemos enloquecido todos: prohibido amarse en público, prohibido que tu sexo se vuelva carne, prohibido que tu carne se vuelva espíritu?

Por amor a usted me atengo, querida Duquesa, a la posibilidad de que usted deje de amarme. Asumo mi responsabilidad. Observo. Y percibo con claridad. He sido torpe… Y con este último tropiezo, caigo al abismo, me dejo ir.

Lamento que su trabajo en la corte, Duquesa, no tenga el reconocimiento que merece. Cuando hablo de re-conocer no me refiero a la superficie de los halagos, me refiero al acto de sabiduría de quien aprecia lo otro, lo verdadero: la entrega. Yo no trabajaría como usted lo hace, yo no podría entregarme de ese modo al servicio, como usted lo hace. Usted es superior, Duquesa, por su capacidad de organización y decisión. Pero nuestro mundo humano se mueve a través de subjetividades.

Es increíble, lo sé, pero es cierto que un alto ministro decide con base en su corazón. Si el corazón es amargo, amargura traerán sus actos. La pasión es quien nos traiciona, no el otro. ¿Puede un adulto sano arreglar su frustración a gritos y berrinches? Una corte donde todo es rumor, no es corte, es apenas un viento extraviado. No es artista el caprichoso. Todos nos sentimos con derecho a juzgar… Y a mí me cuesta cada día más trabajo hacerlo. Todo lo que toco se convierte en bruma: ¿cómo he de juzgar un milagro así?

He decidido, querida Duquesa, internarme en un convento. Es preciso que me aparte del mundo, para así apartar de mí la sombra maligna que ahora me condena. Estoy en pecado, Duquesa, en el mayor de los pecados. Por ello debo dejar se ser. Es urgente que me aparte de todo, que me aparte de usted, de mi Lady, de la pequeña Infanta…

Anoche lo supe. Luego de que usted dejara el salón de baile de modo tan repentino, decidí salir también, para que la luna diera luz a mis impresiones, que fueron muchas, que fueron todas las impresiones que he vivido, cada una de ellas, repetida por siempre en la vibración efímera de mi paso hueco sobre la cantera. Serían las tres de la mañana y yo estaba sola.

El dolor en su voz fue acto suficiente para iluminar el pozo profundo de mi soledad: he de estar sola, porque sola estoy ya. Mis letras son el sacrificio y mi soledad el medio. Siempre pensé que sería al contrario.

Ya he amado, Duquesa. Y, quizá, alguien también me amaría. He cumplido. He cosechado lo que sembré en mi tierra. Y ya había olvidado que mi tierra es Tara, hasta que, por intermediación del respetable señor B, he recordado. Tara: la tierra prometida. La tierra de los duendes. La tierra de la fantasía.

Ahora debo abandonar esa tierra baldía, terregal de muertos. Soy hija de la Ilustre Chingada; mi padre, don Pedro Páramo me ha heredado la propiedad, me ha heredado el mal. Y estoy cansada. He llegado al final de la inscripción, a la entrada del laberinto: hay advertencia de locura. Pero he de entrar: ahí está mi hogar: el fuego eterno al centro de mis arterias: mi corazón de nahual.

Yo no creo que pueda explicarle mucho, amada Duquesa. No puedo hablar de lo que ignoro. Las palabras nunca dicen nada, jamás han dicho nada, se lo digo yo que llevo tanto tratando de arrancarles una mínima verdad. Pero las palabras son silencio: las palabras son la cripta donde reposan los recuerdos. En cuanto la escribo, escapa el tiempo; en cuanto intento decir, ya ha pasado el acto. El dolor es intransmisible por medio de la razón. No son las palabras el amor, ni alcanzan sus trazos para dar cuenta de él.

No hay explicación posible, Duquesa; para justificar mi extravío. Por ello debo recoger mis pasos, recoger mis hábitos, y marcharme ahora. Debo ir a dejar al mar la ceniza de mis muertos, para que al fin descansen en santa paz. Por eso estoy recogiendo la enagua de mis hábitos, Duquesa, para exponerme aquí, frente a quienes han de juzgarme.

Éste es mi juicio final, Duquesa: aquí me presento con mis culpas ante usted y ante toda la corte. He aquí el recuento del proceso, porque he mentido: no soy Scarlett, soy una charlatana del tiempo, no es ley mi palabra. He mentido: no soy escritora, no escribo para nadie, escribo para ser. Egoísta. He sido egoísta. Y, lo peor: es mentira que alguna vez yo haya amado, porque de todos he renegado, y es ofensa renegar del más sagrado de los dones.

Por ello agradezco la bondad de mi ángel (el que me ama aunque yo sea pecadora), porque me ha puesto frente ustedes (como frente a un espejo), para darme cuenta de quién soy yo. Ustedes me conforman.

Ya no quiero la máscara, por más brillantina y lentejuela verde que sea. Ya no tengo más ovarios por empeñar; he apostado mi última carta y, al darle vuelta, aparece la muerte. Soy yo frente al más terrible de los monstruos: mi imagen en el espejo. Todo ha sido una fantasía: piratas, juglares, místicos xamanes, misterioso Dandy, bruma carnívora, hombres lobo y diablos, muchos diablos.

Debo marcharme sola, sin comparsa, un pobre Sancho sin su Quijote. A lo mejor un día sí termino mi novela, o alguno de los dos o tres libros de cuentos que avanzan siempre y nunca concluyen… El señor B asevera que al texto se le abandona, yo diría que nunca he dejado de escribir la primera historia que al inicio alguien comenzó. Y no he de ser yo quien la concluya.

Ayer en el salón de baile, Duquesa, luego de que usted partiera como si un carruaje de fuego le esperara, alguno de los comensales se acercó para preguntar por mi identidad. Le he dicho que escribo, y el hombre ha abierto los ojos, desmesurada la expresión, al decirme: pobrecita pequeña, qué vas a hacer, qué vas a hacer, no puede ser, necesitas trabajo, necesitas hacer algo, no puedes vivir así… Y sin embargo, así he vivido siempre, a expensas de mis letras. He vivido tan torpemente como mis letras. A tontas y a locas, dirían: soy torpe y soy loca. Ayer, mademoiselle M lo dijo con claridad: tú también estás loca.

Y sé que reconocer mi locura no me exime de la responsabilidad de mis actos. Haber actuado bajo el resplandor de la ignorancia no añade gracia a mis obras. He estado ausente de mí misma, Duquesa, por ello ahora debo en verdad ausentarme. Partir. Partir en dos y en tres, hasta que no quede nada de lo que he sido, porque la visión del pasado es sólo eso: el reflejo de Narciso, petrificado en su visión, como una Medusa. Todo lo que miro se convierte en piedra, querida Duquesa: es la maldición que hoy me llaga.

El nefasto incidente de ayer me ha abierto los ojos: soy un muerto: en mi alma es donde habita el demonio. Por eso me está doliendo tanto: me quemo en la hoguera de la bruja. No sé si aún quede algo de mi nahual fénix, pero ahora debo convertirme en ceniza. Ahora debo consumirme por completo en mi propia llama de pasión: mi amor ha muerto en cumplimiento del deber y yo, como el samurai caído en deshonor, he de morir por mano propia.

No puedo justificarme, sólo puedo exponer los hechos: he pecado de inocente. Olvidé que somos envidiosos. Olvidé que casi siempre queremos poseer la vida de los otros. Creemos saber el momento y el lugar, queremos hacer justicia, pero sólo la propia. Yo no pertenezco al mundo real, el de la realeza, en el que usted se desenvuelve, querida Duquesa; yo habito los barrios bajos, por ello no tengo título nobiliario, sólo soy una señora, una cualquiera, una de la calle, en el más amplio espectro que abarque la expresión. Acá abajo no veo las redes con que se urde la trama de la corte real. Olvidé que los intereses propios siempre ganan por sobre la razón, y casi siempre también sobre el espíritu.

Yo no pertenezco a este mundo, Duquesa, por ello no he sabido dimensionar; se ha vuelto amenaza lo que fue un acto de entusiasmo. Y sostengo lo dicho: ignoraba la magnitud de las pasiones que se confabulan en la corte, pero mi ignorancia nada disculpa. De ningún modo reprocharé las medidas que usted tome respecto de su relación con mi persona. Justificaré en usted cualquier juicio.

Ya no puedo huir más de mí misma. Me está afectando. Estoy afectada, infecta de un terrible mal. Y sigo siendo egoísta, porque me voy para salvarme, y me voy para no arrastrar conmigo a quienes amo. Por ello ha sido una generosa coincidencia del destino que Lady I me haya presentado al estimable Señor B justo en vísperas de mi viaje: así no puedo tocarlo, para que no se vuelva bruma. No puedo tocar a nadie ahora, porque los contagio con mi terror.

Puedo confesar que aún guardo algunas sensaciones, que en mi ser recaen en la figura del Señor B. Sin embargo, las reacciones de anoche me sustraen aún más de emitir posibilidad de otra índole que no sea la estrictamente profesional. Así debe ser porque así es ahora. Mi trabajo ya no es escombrar la tierra, prepararla para echar una nueva cimiente; me corresponde el paso anterior (paso cadencioso): emprender el camino en busca de una nueva tierra, un nuevo sexo (el poético).

Ya no pertenezco a esta tierra. En lo que fueron mis posesiones no quedan ni las ruinas. Mi universo ha colapsado sobre sí mismo y me he vuelto un agujero negro. He de caminar hacia mi propia oscuridad. Como el pequeño príncipe: he de viajar a otros mundos en busca de un nuevo universo por construir.

Me consuela, sin embargo, la dicha de haber llegado al final de mi camino con usted tomando mi mano. No he muerto sola: usted, Duquesa, me ha sostenido en el último aliento. Usted y otros ángeles de luz que me han encaminado hasta el borde de mi destino.

He vivido en el sueño de mis letras, debo cumplir ahora mi signo de mujer, mi signo de carne. No puedo estar en el mundo ahora, debo enloquecer por completo, morir por completo, ir al reino de los muertos, porque he de mirarles a los ojos y ver que están vacíos. Debo ver por mí misma, debo ver por mí, cuidar de mí, para dejar de temerles.

Necesito descender al infierno, tocar el fondo del abismo por el cual caigo (como por un agujero de gusano (a otros mundos, al país de las maravillas)). Estrellarme contra la roca del fondo, es la única fórmula viable para levantarme, si sobrevivo al impacto, levantarme y tomar de nuevo la escalinata hacia la luz.

Desde hace días las moscas invaden mi casa, Duquesa D. Otro síntoma de la infección que me aqueja. Sólo una vez en mi prehistoria hubo cuenta de una plaga similar; sucedió en mi antigua comarca. Y entonces también implotó mi universo (imploró mi universo). Son diez años desde entonces. Ya ha sido.

Cómo, querida Duquesa, podría pensar en dañar al ángel redentor que ha obrado por intermediación de su presencia en mi vida. Es también gracias a usted que ahora soy capaz de ir sola. Las puertas de la oscuridad se han abierto ante mí, bajo el ábrete sésamo que usted me ha ayudado a descifrar. Voy como toro al matadero, a la fiesta brava de mi sacrificio: por mi ceguera al embestir lentejuelas y figurines, es mi sentencia perecer.

Debo irme para no volver. Debo irme para no ser. Me aterra ver que mi palabra sin capricho se volvió maleficio en boca de los injustos, de otros que ignoran tanto como yo. La corte celeste nos ampare de cualquier séquito de corte mortal… Y sin embargo es justo a esta última ante quien me presento, con absoluta reverencia, asumida como una cabeza más del terrible monstruo que nos acecha. Que me juzguen los mismos a quien he juzgado, que me juzguen igual que yo los juzgaría.

He tocado todo, y todo se ha convertido en polvo, también el polvo, incluso mi tacto es polvo, y así mi pensamiento polvo es. No sé si esta es mi última epístola, no sé si mi aliento sea capaz de sostener una epístola de amor por cada día de ausencia: no sé si yo soy capaz de contener un amor así. Porque por ahora no soy capaz de nada.

Sin embargo, Duquesa, debe saber que detrás del perjurio siempre está usted, eterna, íntegra. Usted puede permanecer en la certeza de que su persona merece mi más profundo respeto: siempre admiraré su fuerza, su halo de animal salvaje, la bravura con que usted enfrenta sus propios territorios indomables. Quizá no me es dado acompañarle más en el camino. No lo sé. Pero en la ausencia, y por amor a la ausencia, usted debe saberse bella, usted debe saberse digna. Nadie tiene derecho a levantar la voz contra la prestancia de usted. Aparte su corazón de quienes abusan de su entrega. Sé que en usted, Duquesa querida, se encuentra la potencia para que en su alma no arraiguen las malas hierbas.

No deje que la amargura le sobrepase, como lo ha hecho conmigo. ¿Sabremos mirarnos de verdad, Duquesa? ¿Sabremos amar el derecho y el revés, el arriba y el abajo, de igual modo? Yo no he podido: de todo he renegado, como un ángel caído… Y en el vértigo de mi caída he debido perder a mis amigos, he debido olvidar a mis amores. Yo no he querido que fuera así, sólo es de este modo, sin que yo intervenga, sin que yo pueda hacer nada por remediarlo.

Yo no sé si usted ha llegado hasta aquí en la lectura de mi carta, Duquesa, sé que es mucho lo que digo, y sé que no suena a nada. Pero yo he sentido el llamado a vaciar mi alma frente a su fortaleza, incluso frente a su ira, no he de defenderme. Sólo sé que debo vaciar aquí el dolor que me doblega, la dicha que me llena, el vacío del féretro donde reposo.

Querida Duquesa, es mucho lo que he guardado en el alma, y sin embargo es tan miserable lo que puedo expresar al respecto. Miserables son mis palabras. Pálidas migas de pan a las que he confiado el resguardo de mi ruta. Inocente de mí. Dios perdone el pecado que los mortales no podrán justificarme. La razón les asista y su boca se llene de gloria al emitir mi sentencia. Su voluntad se haga. La de Dios. Y que él colme de bendiciones su espíritu, amada Duquesa.

Ya en la ausencia.
Señora C.

No hay comentarios: