domingo, 10 de agosto de 2008

EPÍSTOLAS DE AMOR A LA DISTANCIA XV

Viernes 8, agosto

Monseñora Su

Sólo a usted es posible dirigirme: terrible es la aflicción de mi pensamiento y he de confesarme ante quien detenta luz y equilibrio.

Al fin mi instinto ha ganado sobre la razón: anoche he bajado al centro del inframundo. No sé si lo he vivido en la realidad de la vigilia, si se ha tratado de un espejismo del sueño, o si acaso fue una mezcla mortífera de ambos estados. Es intrascendente, en todo caso, la naturaleza de lo que he visto, pues en mi mente destellan nítidas las imágenes reveladas.

La primera impresión es la encontrarme en una cama, rodeada de tiernísimos muñecos de peluche; abro los ojos por no entender dónde me encuentro y apenas alcanzo a distinguir, en la oscuridad, figuras de animalitos colgantes, movidos en su marcha de círculo por el viento cálido que penetra la ventana entreabierta.

Decido levantarme, porque no reconozco, porque no me doy cuenta siquiera de poseer un cuerpo, trato de levantarme porque no sé de dónde he venido ni quién soy, trato de levantarme, y no puedo: me rodean paredes cóncavas y estoy sumergida en un líquido, una pecera de carne me acoge, y es silencio y es oscuridad.

Y entonces, una luz. Un pequeño punto de luz.

Y el líquido se fuga por el hueco luminoso. La fuerza de la fuga me jala y no hay modo de resistir, el remolino me arrastra y caigo dentro del resplandor más profundo.

Ciega de luz, camino a tientas por un pasillo estrecho, así lo presiento, estrecho y luminoso. A lo lejos, dos figuras aguardan. Voy hacia ellas; no por convicción, voy porque son oscuridades con forma en medio del infinito destello; voy hacia la noche de las dos siluetas porque ellas son el único referente al centro del manto lumínico sin fin.

Al fondo del pasillo encuentro a Sor U y al padre Santos. Aguardan por mí junto a una reja escoltada por hombres morenos y enormes; la reja se abre cuando yo me acerco y entramos en un vestíbulo adornado con fuentes.

Cien monedas cada uno. Cien monedas pagamos y el más enorme de los guardianes, un gigante moreno, es quien nos escolta entre las fuentes hasta la puerta principal. Él abre y nos indica entrada franca. La puerta se cierra tras nuestro paso.

Adentro encontramos un pasillo ancho, dispuesto con sillones y mesitas; hombres y mujeres, delgadísimos y pálidos, ocupan los asientos. Con elegancia excesiva, de finísimas copas cristalinas, beben un líquido rosa, pálido y delgado como ellos. No hablan, se miran a los ojos con profundidad, hipnotizados en sus miradas tiernísimas, miradas pálidas y delgadas, como ellos.

A un costado del pasillo, una barra de ébano labrado; una sola pieza larguísima, de ébano el más negro, en cuya talla es posible distinguir la escena del paraíso: el manzano al centro; la serpiente es una parra de rizos rococó, sus tallos recorren el paisaje, de sus hojas brotan los seres de la creación… Adán y Eva no están por ningún lado: han sido expulsados ya. Tras la barra, una matrona de cabellos cortos, corpulenta, mirada maciza y oscura como la madera donde apoya los codos, atenta a los deseos de los comensales.

Tras la matrona acodada en el paraíso de ébano, la vitrina donde reposan los utensilios del deseo: morteros de porcelana y piedra, frascos de hierbas secas y ramas aromáticas, pomos de cristal con partes animales e insectos conservados en éter, libros de antiguas recetas, botellas de licores, ácidos, vinagres y aceites, cuencas colmadas con piedras preciosas, bolsitas de polvos y cristales, pastillas de colores, parches preparados, gasas y vendas, jaulas con avecillas, batracios y pequeños reptiles vivos, amuletos y huesos colgando… Por supuesto, un espejo resguarda el fondo de la vitrina, duplica en su reflejo la abundancia de sus formas y magias... Tras el espejo, sólo detrás, entre el cristal, las salamandras de azogue desperezan su paso lento entre los ajuares del deseo.

Al centro de la vitrina, el altar. Decenas de veladoras iluminan las imágenes: un arlequín multicolor, maquillaje exótico, cascabeles; y el sagrado corazón en actitud de bendición.

La matrona me sonríe al ofrecerme una copa vacía e indicarme con su mano rechoncha la cortina de terciopelo y tul que cubre la boca del fondo del pasillo.

El velo se descubre y al correr del lienzo aparece una sala amplísima y en ella la música estridente, el estrobo epiléptico, los rayos láser en color neón.

Una hermosísima muñeca aparece en primer plano, enmarcada por los pliegues recién abiertos, de terciopelo y tul; y ella de pie al centro, con el inmenso salón bullendo tras su presencia, sus cabellos rubios caen en suaves rizos por sus hombros, recogida la abundancia de su cabellera sobre la nuca; las ropas breves y ceñidas, el maquillaje impecable, las pestañas de bosque espeso, los músculos definidos de su vientre, las piernas delgadas y fuertes, los senos hinchados y blancos. Por un momento casi envidio su porte, el trazo perfecto de su faz, dibujada acuarela de perfecto artificio; pero entonces la muñeca se inclina con suave disciplina, como un actor del NO, en reverencia sensual ante el público con quien inicia la función. Se yergue frente a mí, y sin recato mira ella mis senos pequeños, lívidos, sin rocallosas, mi rostro pálido y salpicado de manchitas del tiempo, las ojeras amoratadas, las cicatrices en mis tobillos, mis piernas enclenques, el bulto de mi vientre sin definición, mis cabellos escasos y enmarañados. Y somos una envidia mutua la muñeca NO y yo: una es cierta, la otra no: la imagen frente a su referente.

Sor U, el padre Santos y yo avanzamos con lentitud entre el bullicio. La muñeca nos guía ahora por una escalera de caracol y nos deja instalados en un palco lateral, desde el cual es posible mirar la magnificencia del salón.

Un joven con el torso desnudo se acerca a llenar nuestras copas, el líquido es negrusco y espumoso, expele pequeñas chispas color aguamarina y un vapor espeso que repta por el borde como nido de viborillas. Bebemos y tomamos nuestros asientos.

Y es aquí, Monseñora, donde comienza en verdad el martirio, la visión fantástica.

Hay una reina de corazones sentada en el palco central, le rodean los bufones, las muñecas, y una hermosa pareja semidesnuda se acaricia junto a ella. Detrás de la reina bailan los vapores de una llamarada, las flamas en cuerpo lamen su calor, ennegrecen los muros adornados con los cientos de cabezas amputadas por el capricho del corazón real. La reina de corazones mira complacida la escena al centro del salón, abajo.

Abajo, al centro del salón se halla una jaula enorme. Dentro, baila un centauro, su cuerpo en extremo flexible, relincha, se contorsiona en violentos reparos. Descubro más jaulas en los muros del salón. En cada una danza un mito. Dragones y caballos alados, sirenas y mujeres con cabello de serpientes, faunos y hadas; brincan sin pausa entre el frenesí de los tambores.

Los mortales departen en la pista, danzas y caricias caóticas, entre seres alados, demonios de fuego, muñecas preciosas, jóvenes desnudos. Los monitores encendidos, aquí y allá, arrojan imágenes de castillos medievales, puentes góticos y rascacielos futuristas. Algunos autómatas recogen las copas vacías. Robots esféricos de un solo ojo lanzan luces sobre los comensales. Los tambores precipitan su ritmo, se eleva la cadencia, el aire huele a tabaco y sudor, un fuerte aroma de risotadas y sexo abierto. Tiempo de carnaval.

Tiempo de carnaval, anuncia una voz al viento. Los tambores siguen en éxtasis, más fuerte y más rápido su ritmo primitivo. Danza de la lluvia. Danza del sol. Danza del vientre. Danza del espíritu inmortal que nos habita. Dice la voz al viento.

Al fin salgo de mi ausencia y puedo desigualar las escenas y los rostros del enredo de piel y luz. Allá está Sabina contando del pirata un sueño. Borges acaricia el lomo del minotauro. Virgina entra al río una y otra vez, sin más método que su lenguaje de olas oníricas. Calrice fríe el huevo metafísico a la mexicana. Montecristo susurra al oído de Scarlett (y ya son amigos). Luisa baila un tango con el Garza. Silvio ha encontrado su unicornio tras el telón. Arreola sostiene un sapo en forma de corazón, mientras Pedro Páramo le dicta sus fantasmas a Rulfo. Y más y más caras. Y más-caras. Y máscaras tras las cuales, Monseñora, en el último compás del frenesí, me descubro yo: soy cada uno de los comensales, mi rostro está en ellos, Monseñora…. Soy yo…

Soy yo y, entonces, despierto.

Desperté, Monseñora con la piel oliendo a humo, mis cabellos ennegrecidos, mi sexo húmedo, mi mente en blanco… Diga usted cuál es la penitencia por este sueño, diga pronto porque temo la noche, tengo miedo de dormir de nuevo y volver a ser yo.

En un suspiro.

Señora C.

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