lunes, 18 de agosto de 2008

EPÍSTOLAS DE AMOR A LA DISTANCIA XXIII

Sábado 16, agosto

Capitán X, Buque de la Armada Real

Estimado Capitán; he recibido sus múltiples telegramas, y he de confesar que la pasión de sus palabras me sonroja. No sé bien quién es usted ni qué pretende, ni siquiera tengo la certeza de que su buque arribe a puerto; si tan sólo nos hemos visto una vez, por unos pocos minutos, hace tiempo ya.

Usted no me conoce tampoco, ello es bien cierto, aunque usted hable de la felicidad de las coincidencias y el vértigo de aquello que surge como una flama y nos llena cuerpo y mente, un día tras otro… Puedo decirle que también soy ser de intensidades, que busco como animal hambriento los pretextos para sentir la fuerza del instinto correr entre mis sueños; pero quizá la naturaleza de nuestras pretensiones sea en mucho distinta.

Hay sentimientos encontrados en mí, estimado Capitán, pues es mucha la distancia que separa nuestros arrojos. Y no hablamos sólo de los kilómetros que median entre nos. Usted bien sabe que no es sólo eso.

Es verdad, Capitán, que el alma romántica espera siempre que el amor surja en gran algarabía de pasiones; que uno sueña con el amor que desata los miedos y nos imbuye de valor para arrojarnos sin más meditación que la fuerza que atrae hacia los brazos del amado… Pero yo no sé si ahora soy capaz de un acto divino como ese…

Un poco le he dicho de las razones por las cuales me hallo en el puerto: vaciar mi alma de anhelos vacuos, aprender que puedo vivir también en otra frecuencia, menos intensa, quizá, pero más estable y duradera, aprender que mi soledad no es castigo sino bendición creativa.

Tanto lo he dicho: el que ha de ser, ya es. Y ahora, frente a la posible llegada de su barco a este puerto oscurecido, no alcanzo a reconocer signo alguno que me permita prever nuestras consecuencias.

Es usted tan joven, querido Capitán, y sé que en buena medida se debe a ello su temeridad al proponer este encuentro, en una tierra que a ninguno pertenece, puerto neutral para anclar la fantasía. Si yo fuera otra, y usted otro, pienso; pero de inmediato me doy cuenta de que no, que no podría ser sino de este modo, y justo ahora, y aquí.

No puedo hacerme ensoñaciones, Capitán; discúlpeme. Y no por usted en lo preciso, es que en este momento guardo en castidad el alma y no puedo pretender por nadie. Sin embargo, sí puedo asegurarle que en verdad deseo conocerle, pues su disposición me llena de alegría, son su halagos un bello regalo de humead en medio de la sequía del desierto que soy.

Le espero, pues, estimado Capitán X, con el corazón en blanco, sin otra expectativa que la posibilidad de mirarle de frente y conversar.

Que los vientos marinos sean favorables para traerle en bien a puerto.

Con estima: señora C.

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